viernes, 13 de diciembre de 2013

Relatos de plomo

Hoy se presenta en Pamplona uno de esos libros imprescindibles. Se titula Relatos de plomo. Cuenta la historia del terrorismo en Navarra entre 1960 y 1986. Habrá un segundo tomo. Lo han escrito varios periodistas. Javier Marrodán ha capitaneado un equipo en el que han estado Gonzalo Araluce, Rocío García de Leániz y María Jiménez. He tenido la suerte de poder leer un buen puñado de sus páginas. Es periodismo puro. El rigor de los datos. El poder de las historias. La fuerza de las entrevistas. La escritura. El ritmo... 


Hemos querido comenzar así esta entrada porque hoy vamos a mostrar dos ejemplos de temas en los que las víctimas son protagonistas. En el primero, de Las Provincias, la esencia son las palabras; en el segundo, de El Correo, son los datos quienes hablan.


Cerramos como comenzamos. Porque Diario de Navarra ofreció tres excelentes previas antes de la presentación del libro:


No queremos cerrar esta entrada sin ofrecer el discurso de Javier Marrodán en la presentación del libro. Nos parece de obligada lectura.

Una de las voces que se han escuchado en este tremendo vídeo es la de Lina Navarro, viuda desde el 2 de enero de 1979. Aquel día, una bomba colocada en una oficina de la plaza del Castillo se llevó por delante a su marido, el artificiero de la Policía Francisco Berlanga Robles. Lina tenía entonces 24 años y el atentado la sorprendió en Málaga, con sus tres hijos, el mayor de cinco años. 

Hace unos meses nos contó cómo ha sido su vida durante las tres últimas décadas. Lógicamente, nos habló también de su marido: “Si los que pusieron la bomba hubiesen sabido de buena fuente la clase de persona que era Paco, creo que no le habrían quitado la vida”, se quejaba. Y al oírle hablar de él, de cómo se conocieron, de lo buen padre que era y del futuro que soñaban juntos, es fácil concluir que sí, que quizá tenga razón, que aquello de Tertuliano (“Se deja de odiar cuando se deja de ignorar”) también podría haberse cumplido en este caso. 

Puede parecer ingenuo que alguien capaz de matar fríamente a otros seres humanos acabe cuestionándose su biografía al leer las declaraciones de una de sus víctimas, pero los demás no podemos dejar de darle argumentos para que lo haga, ni siquiera cuando anuncia que no piensa escucharlos. 

Joseba Arregui tiene escrito que “la memoria no deja en paz a nadie, exige enfrentarse a uno mismo, es una especie de conciencia convertida en espejo”. 

Por eso es importante reconstruir los acontecimientos tal y como ocurrieron, tal y como algunos los perpetraron Ya no hay vuelta atrás para los asesinatos, la extorsión, los secuestros, los sabotajes o los atracos; sin embargo, el relato riguroso y completo de lo sucedido, lejos de alimentar venganzas o resentimientos, permitirá cerrar esta etapa ominosa sin olvidos cómplices o interesados, sin diluir la gravedad de los hechos, sin interpretarlos, sin excusarlos. La Historia nos hará mejores si se escribe con honradez. 

Con ese planteamiento se puso en marcha este libro. Y con esa ilusión hemos trabajado los autores: María Jiménez Ramos, Rocío García de Leániz Moncada, Gonzalo Araluce Martín y yo mismo. 

El 21 de abril de 2012, seis meses después del comunicado en el que ETA anunciaba el “cese definitivo” de su actividad criminal, Antonio Muñoz Molina publicó en El País un artículo que planteaba de forma clarividente lo que algunos han llamado “la batalla del relato”. “Hay que ponerse a contar —se lee en aquel texto—. A contar en el sentido aritmético y en el sentido narrativo. Hay que contar para recordar y hay que contar para comprender [...]. Hay que contar exactamente lo que pasó y hay que empezar a hacerlo ahora que todavía viven y están lúcidos la mayor parte de los protagonistas, los testigos, las víctimas no ejecutadas. [...]. Hay que contar para que no se imponga la tergiversación y para que los verdugos y los responsables no cuenten con ese eficaz aliado del crimen, el olvido”. 

Las frases que he leído se ajustan como un guante a estas páginas que hoy se presentan, y que resumen la historia del terrorismo en Navarra en el último medio siglo. El libro contiene crónicas minuciosas de los principales atentados y extensas entrevistas a quienes han sufrido la violencia de forma más directa. No han hecho falta adjetivos o moralejas para adornar el relato. A los autores nos ha movido únicamente el propósito de contarlo bien: hemos tratado de descender a los detalles, de recabar datos y testimonios, de localizar fotografías o informes, y de redactar un texto literariamente atractivo. Nos hemos acercado a los hechos tanto como hemos podido, pero sin tocar nada, dejando las cosas como estaban. 

No es fácil elaborar una relación exhaustiva de todos los atentados cometidos por ETA. Todavía hoy resulta estremecedor asomarse a algunas portadas de 1980 o 1981 y descubrir hasta cinco titulares simultáneos relacionados con el terrorismo. Eran años en los que “algunos crímenes se escurrían por el sumidero de un breve”, por resumirlo con una frase de Arcadi Espada. Este primer volumen reúne crónicas de todos los episodios de cierta importancia registrados entre 1960 y 1986, e incluye además unas prolijas cronologías que recogen sucesos de entidad menor, y que ayudan a ilustrar el contexto social y político de cada capítulo. 

Escribir estas crónicas ha sido como componer un enorme puzle con las piezas que iban apareciendo en distintas fuentes y lugares. La hemeroteca nos ha proporcionado un material valiosísimo para garantizar en cada relato la precisión y la frescura que pretendíamos. Hay quien sostiene que el Periodismo es el minutero de la Historia y lo cierto es que al repasar los ejemplares de los últimos cincuenta años hemos tenido la impresión de que estábamos sincronizando de algún modo los relojes de ambas disciplinas. Las informaciones que en su día publicaron los periódicos nos han ayudado a incorporar a los textos aportaciones a veces menudas —un apellido, una fecha, la declaración entrecomillada de un testigo, el número de un portal...—, pero que permiten hacerse cargo de lo sucedido. 

Los documentos policiales, las sentencias, la bibliografía convencional, varios documentales y algunas webs nos han permitido completar y enriquecer después casi todos los pasajes. Hay mucha gente que nos ha ayudado mucho, desde la delegada del Gobierno, aquí presente, hasta algunos profesionales de la lucha antiterrorista o los responsables de distintos archivos, pasando, desde luego, por la Universidad de Navarra, en especial por la Facultad de Comunicación —nuestra facultad—, donde hemos trabajado físicamente. Sería excesivo nombrar a todos, pero sí quisiera mencionar a los periodistas —algunos en ciernes— que han colaborado en la redacción de varias crónicas, tanto del primer volumen como del segundo: Inés Gaviria, Cristina Errea, Rubén Elizari, Marta Vidán, Carlota Cortés y Roncesvalles Labiano. Y también a los expertos que reflexionan sobre los hechos: Florencio Domínguez, Gaizka Fernández Soldevilla, Juan Gracia y Aurelio Arteta. 

La inmensa mayoría de las imágenes que acompañan las crónicas proceden del archivo de Diario de Navarra, que nos abrió generosamente sus puertas en cuanto el proyecto se puso en marcha. Sin la ayuda del periódico, este libro no hubiera sido posible. O no de este modo. También hay algunas fotos de otros periódicos, del Archivo Municipal de Pamplona y de fondos particulares. El responsable de la parte fotográfica del proyecto es Jorge Nagore, un veterano del oficio, un profesional ejemplar, que cubrió muchos de los sucesos que aquí se describen, primero en Deia y después en Diario de Navarra. Además, a él se deben casi todos los retratos de los entrevistados.

Precisamente, creemos que la aportación más valiosa del libro la constituyen las entrevistas personales. Hemos localizado a la mayor parte de las víctimas del terrorismo en Navarra y hemos escuchado de primera mano las historias tan duras y tan desconocidas que arrastran consigo. Un asesinato siempre es noticia, pero su eco informativo se extingue en pocas semanas. Sin embargo, hay personas que se despiertan con ese titular un día y otro, durante años. Para ellas, el crimen que en su día abrió los telediarios fue además el comienzo de una vida difícil y anónima. Y son justamente esas vidas las que hemos querido reconstruir. Cuando en 2007 falleció el periodista polaco Ryszard Kapuscinski, Alfonso Armada escribió de él que “se quedaba cuando ya no quedaba nadie, que es cuando de verdad empiezan las historias, cuando los crímenes ocurren sin testigos, cuando las víctimas mueren en silencio, en ese olvido que está urdido por nuestra comodidad, entretenida en el asunto que más nos interesa: nosotros mismos”. Hemos intentado funcionar con esa misma disposición, aunque sea con carácter retroactivo. 

Esas historias personales son también importantes porque todos estamos un poco representados en ellas. “La suerte de un hombre resume en ciertos momentos esenciales la suerte de todos los hombres”, aseguró en una ocasión el periodista y escritor Tomás Eloy Martínez, refiriéndose a la necesidad de poner nombres y apellidos, rostros concretos, a los grandes acontecimientos. Pero no se trata únicamente de un reto periodístico, de un recurso narrativo que ayude a transmitir de forma eficaz una determinada realidad. 

En un pasaje reflexivo de Los Miserables, Víctor Hugo asegura que el buen historiador debe ocuparse tanto de aquello que ocurre en la superficie de la civilización —y lo enumera: “las luchas de las coronas, los nacimientos de los príncipes, los casamientos de los reyes, las batallas, las asambleas, los grandes hombres públicos, las revoluciones a la luz del día...”— como de lo que sucede en el subsuelo, que también detalla: “La mujer oprimida, el niño que agoniza, las guerras sordas de hombre a hombre, las ferocidades oscuras, las preocupaciones, las alarmas fingidas, los efectos indirectos y subterráneos de las leyes, las evoluciones secretas de las almas, los estremecimientos indistintos de la multitud”. Al verdadero historiador —añade— “le es necesario descender con el corazón lleno de caridad y de severidad a un mismo tiempo, como un hermano y como un juez, hasta esos refugios impenetrables en que se arrastran confundidos los heridos y los que hieren, los que lloran y los que maldicen, los que ayunan y los que devoran, los que sufren el mal y los que lo cometen”. 

Escribir bien la crónica de un atentado exige aprender a moverse en “la superficie de la civilización”, pero sentarse treinta años después con la viuda del guardia civil ametrallado mientras cenaba en una tasca y descubrir cómo ha sido su vida, cómo sigue sufriendo en algunas fechas señaladas, qué les ha contado a sus hijos, qué recuerdos la desvelan todavía o qué recortes conserva en su mesilla, todo eso exige descender con respeto a esos “refugios impenetrables” de Víctor Hugo donde se perciben con nitidez “las evoluciones secretas de las almas”, y recoger allí, con toda la delicadeza posible, el testimonio de los heridos, de los que lloran, de los que padecen el mal. Acaso porque este libro discurre sobre la frontera que une el Periodismo y la Historia, hemos tratado de ocuparnos de lo uno y de lo otro: de reconstruir los acontecimientos exteriores y de escribir además el relato intransferible de quienes los sufrieron. Era una obligación periodística pero era también un compromiso moral: “Cuando un hombre bueno sufre, todo el que se dice bueno sufre con él”, sentenció Eurípides hace ya algún tiempo. 

La guerra a la que algunos han apelado durante estos años no ha sido una guerra real porque nunca se ha desdibujado la frontera que separa a quienes matan —y a quienes piensan que matar puede estar justificado— de aquellos otros que creen —que creemos— que nunca habrá razones suficientes para arrebatarle la vida a una persona. No ha habido guerra porque las víctimas de los crímenes no han renunciado a sus principios ni a su dignidad: no se han tomado la justicia por su mano, no han buscado venganza, no han hecho lo que quizá en algún momento de desasosiego les pedía el cuerpo, y han evitado una espiral de consecuencias imprevisibles. No ha habido que exigirles ese comportamiento ejemplar porque lo han tenido claro, porque ni siquiera han ensayado otra actitud. Por eso, la aspiración periodística de hacer justicia a los acontecimientos incluye también la de hacer justicia a las víctimas, a la contribución tan decisiva que han hecho a la paz. 

En una de la entrevistas del libro, Rosario Escalante cuenta cómo les explicó sus hijos qué le había pasado a su padre. Al marido de Rosario, Francisco Ruiz, lo mataron en Goizueta en 1980, cuando cenaba con un compañero en un bar del pueblo. Los niños eran entonces muy pequeños: tres años la mayor y dos semanas el pequeño. Tiempo después, cuando ya tenían edad de hacerse preguntas, su madre les contó de modo asequible lo sucedido: “Vuestro padre fue guardia civil en unas fechas muy malas, cuando había muchos atentados. Y lo destinaron a Navarra. Allí también había gente buena, igual que aquí. Pero había algunos que mataban, que se tomaban la justicia por su mano”. Puede parecer un relato sencillo, incluso demasiado sencillo, pero responde a un planteamiento magnánimo que la propia Rosario también nos explicó. Cito sus palabras: “No les he metido maldad. Para nada. He procurado que crezcan sin odio”. Esas seis palabras —“He procurado que crezcan sin odio”— podrían ser un buen resumen de su biografía desde que ETA la dejó viuda. Es el mismo planteamiento que hemos ido escuchando con los mismos o parecidos términos en todas las entrevistas. Esa —me parece— es la verdadera epopeya que han protagonizado las víctimas. 

Es significativo que en el comunicado que ETA hizo público el 27 de septiembre de 2013 los terroristas anunciasen que no estaban dispuestos a escuchar el “relato de los opresores”. Han hipotecado la vida de un país durante varias décadas y ahora aspiran a no enterarse del dolor que han causado. Su propósito es una razón más para levantar acta de tantos años de asesinatos, de chantajes, de amenazas, de miedo. “El escenario posterrorista permanecerá moralmente contaminado hasta que se resuelva la batalla de la memoria”, escribió en ABC el periodista Ignacio Camacho al hilo de aquel comunicado. 

El libro, en ese sentido, aspira a reunir a lectores de varias generaciones. En primer lugar, a todos aquellos que estén interesados en saber qué ocurrió realmente, a quienes deseen conocer los hechos con detalle, con nombres y apellidos, incluso a quienes estén dispuestos a buscarse a sí mismos en el relato de este o de aquel atentado sabiendo que no van a encontrar más que omisiones o silencio. “¿Dónde estaba yo entonces?”, nos hemos preguntado muchos al ver algunas de estas fotografías. Por supuesto, también se ha escrito para aquellos que a la vuelta de los años traten de asomarse a esta época tortuosa de la Historia para averiguar cómo era aquella Navarra que vio correr tanta sangre en los últimos años del siglo XX y en los primeros del XXI. 

Muchos periodistas se levantan todos los días con la ilusión más o menos consciente de que su trabajo contribuya a mejorar aunque sea un poco el mundo que les ha tocado vivir, y a los que firmamos estas páginas nos gustaría que las crónicas que hemos escrito ayuden a despejar el futuro, a evitar que se repitan las barbaridades que hemos sufrido. Todas las voces son necesarias para lograrlo. Lo decía Antonio Muñoz Molina en el artículo citado: “Hace falta levantar el gran archivo oral de todos los que han sufrido, los que han vivido para contarlo, los conocidos y los desconocidos, los iletrados y los filósofos, cada uno de ellos depositario de una tesela en lo que será el gran mosaico de una historia monstruosa, y quizá también ejemplar”. Ese “también ejemplar” que cierra la cita tiene que ver —creo— con el bien. Hay mucha gente buena reunida en estas páginas, muchísima: desde Lina, a la que recordaba al principio, hasta Rosario Escalante y tantas madres como ella que han educado a sus hijos lejos del odio. 

 Después de asistir al juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt escribió que los crímenes y las explicaciones del antiguo jerarca nazi habían servido para mostrar al mundo “la lección de la terrible banalidad del mal”, un abismo que, según decía ella, “hace impotentes las palabras y el pensamiento”. No sé si también las palabras serán impotentes en un caso como el nuestro. Quiero creer que no. Por eso seguimos escribiendo. Cuando algunos cuestionaron sus crónicas del juicio, la propia Hannah Arendt no dudó en recordarles que el mal radical y absoluto no existe, que solo el bien es radical y absoluto. Es algo que también hemos ido descubriendo mientras escribíamos este libro. Y con esa esperanza afrontamos el futuro.

1 comentario:

Ramón dijo...

Creo que Javier Marrodán, cuando cita a quienes reflexionan sobre los hechos, se olvida involuntariamente de alguien que ha creado un blog que nos recuerda, con frecuencia, el sufrimiento de las víctimas. Ese blog se llama Desolvidar y ese alguien Patxi Mendiburu Belzunegui, así, con los dos apellidos, para que no haya dudas de su posicionamiento, que no se deja amedrentar.

Te puede interesar...

Blog Widget by LinkWithin