sábado, 10 de julio de 2010

Desembarco en la profesión (16)

Rafael Guijarro nos habla en su texto de los movidos finales de los sesenta en España. Él estaba en el diario Madrid.

Casi siempre me he dedicado al periodismo de opinión y creo que los únicos reportajes de calle los firmé en la revista Candil, que hacíamos cuatro bachilleres en el Instituto Ramiro de Maeztu. Me parece que uno de los reportajes se titulaba algo así como “Chorizo y queso, lo que más se vende”, con una entrevista al encargado del bar al que acudíamos los estudiantes durante el recreo. De aquellos cuatro, uno es sacerdote y otro trabaja en una multinacional de aire acondicionado; los otros dos somos periodistas: Luis es un alto cargo en informativos de la televisión de Castilla-La Mancha y yo escribo un billete casi todos los días en la penúltima página de La Gaceta de los Negocios, entre el sudoku, la tira cómica y los mapas del tiempo.

Estudié Filología Hispánica en la Complutense porque entonces no había estudios de Periodismo en las universidades, pero aquellos finales de los sesenta resultaron muy movidos. Recuerdo que por un estado de excepción se cerró tres meses la Universidad. Así que había que buscarse la vida cada uno como mejor supiera y yo empecé a trabajar en el diario Madrid, de meritorio, sin cobrar nada, pero aprendiendo de los demás. Ese periódico fue buena parte de mi Universidad. Allí entre Antonio Fontán y Rafael Calvo Serer manejaban a un grupo de periodistas y colaboradores de primera magnitud como Miguel Ángel Gozalo, Joaquín Bardavío, Pepe Oneto, Federico Isart y tantos otros.

Yo trabajaba con Miguel Ángel Aguilar y me encargaba muchos días de la página dos, que era una revista de prensa. Leía periódicos, recortaba lo que me parecía interesante, lo pegaba con engrudo a una cuartilla y le cambiaba el titular. El periódico citaba principalmente en esa sección a lo que se llama en Madrid “prensa de provincias”, de donde sacaba petróleo en aquellos años, en los que quienes mandaban controlaban mucho la información más aparente, y había manga ancha con los periódicos de poca difusión o muy locales “que nadie leía”, salvo el redactor correspondiente del Madrid, que no sólo los leía y recortaba, sino que les cambiaba el titular por otro más incisivo y se los llevaba a Miguel Ángel Aguilar, que escogía lo que le parecía mejor y los ponía en la página. Sólo me acuerdo de un titular que mereció una sonrisa comprensiva por parte de Miguel Ángel hacia el mindundi que tenía oficiando de titularista, sin tener idea de casi nada: “España necesita calidad”.

En el diario Madrid había unos peculiares consejos de redacción en los que participaba todo el mundo; hasta los meritorios podían decir lo que quisieran, aunque yo nunca dije nada, sino que asistí casi sobrecogido a muchos de ellos, en los que se hablaba de todo, se buscaban y compartían las líneas maestras para orientar el periódico: asistían también colaboradores e invitados que aportaban sus puntos de vista; y de ahí surgía la originalidad del periódico en el tratamiento de la información. Casi todos los que hemos trabajado con Fontán y Calvo Serer tenemos ese estilo de compartir puntos de vista diferentes para perfilar mejor la información y la opinión.

Aquello acabó mal, como todos saben, y yo acabé en una asombrosa agencia de colaboraciones periodísticas que se llama Aceprensa, en donde empecé a cobrar por lo que escribía, aunque estuviera en tercero de carrera, pero ya entonces necesitaba algo de dinero para sobrevivir en esos estudios universitarios a trompicones de aquellos años tan movidos. En Aceprensa aprendí a leer y a escribir; es decir: a enterarme de lo que leía y a saber por qué lo escribía. Por eso nunca he entendido el periodismo a tontas y a locas, que rellena las paginas como si fuera un castigo del que hay que quitarse cuanto antes, para darse un respiro antes de volver para rellenar las páginas del día siguiente. Eso no es periodismo, sino una tortura. Aceprensa era una boutique en el tratamiento de la información relevante, pensando siempre antes en las demandas de los lectores que en las propuestas de las fuentes informativas.

Allí escribí mi primer artículo por el que cobré algo, en septiembre de 1971, un comentario sobre un libro de José María Albareda acerca de las características de la Universidad y los universitarios, que se publicó en la revista Nuestro Tiempo y salió en portada ese mes. Tal vez pensara entonces: qué buen arranque; esto del periodismo es lo mío. Pero nunca más he vuelto a ser portada de nada, aunque puede que eso sea lo que me empujara a escribir profesionalmente un montón de artículos y a seguirlos escribiendo cada día.

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